Los senderos se perdían y la tierra perdía su rabia.
Entonces apresuraba el ritmo con mi bicicleta intentando ganar la partida a la noche y a su subrepticio velo.
Tras los setos de las fincas, unos pinos fantasmales como ojos escrutadores y la algarabía de los chiquillos correteando.
El cielo se poblaba de amenazadoras y oscuras aves, antes blancas saetas y remitía la canícula.
Cuando llegaba al término municipal del pueblo ese mundo de misterio desaparecía: las luces de los apartamentos y los bares llenaban el espacio y los sonidos de los tios vivos me recordaban que ya no era un niño. Todo se transformaba por aquél entonces.
Recuerdo bien esas noches con mis abuelos. La brisa y el olor a palomitas y las historias posibles e imposibles de un abuelo que mucho se quejaba y fumaba. Al fresco en la terraza estábamos hasta que la calle se despoblaba de paseantes y turistas y a lo lejos, el silbido de los Talgos y mercancías al pasar veloces por la estación, era atronador.
Recuerdo cuándo se podía divisar el mar desde nuestra terraza y uno todavía no sabía nada. Cuándo las noches estrelladas invitaban a no formular preguntas ni querer buscar rostros sino, simplemente a extasiarse.
Las noches en que el vecino nos llamaba a la puerta con una enorme bandeja de mejillones recién capturados. El olor de pimientos asados que poblaba toda la casa cuándo hambriento y tras un día de descubrimientos, volvía a casa.
Los mil caminos recorridos y los mil caminos que todavía quedaron por recorrer por toda la comarca del Tarragonés.
Los días de verano de mi niñez y preadolescencia en Torredembarra pertenecen hoy al pasado pero puedo traerlos al presente con suma facilidad y la magia vuelve.